Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
(…)
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
(Eduardo Galeano)
No sé
si alguna te has detenido en medio de la ciudad.
A
sentir todo tu cuerpo bajo la corriente avasalladora que te
empuja a caminar hacia cualquier lado.
A
detenerte y ver todo lo que no puede verse cuando uno está inmerso en
una marea de gentes y en el movimiento que nunca para.
Si te
detienes y te dejas ver, los ves.
A los
nadie.
Que
siempre están ahí, poblando la ciudad pero nunca se ven.
Detenidos
en algún punto, como si sólo se revelaran a la vista cuando uno se detiene con
ellos.
Passa.
Só olha e passa.
La cuidad retuerce sus calles sobre sí mismas en un vórtice que inyecta en las gentes la prisa constante, y estructura sus vidas en trayectorias
circulares de filas ordenadas.
A las gentes, les hace lo que le hizo a
París la modernidad.
A los nadie, los devora.
No hay
espacio para los nadie en las amplísimas rúas de la ciudad,
porque
el imperativo del movimiento constante que recae sobre las gentes,
el
errante transitar,
choca
con el estar de los nadie,
errante
detenido.
Aún así, quizás no podrían existir gentes si no hubiese nadies que,
con su
no-estar, le diesen sentido y fuerza a ese férreo e inquisitorio estar de las
gentes.
No hay
espacio para los nadie porque las raíces profundas de la civilización se
arraigan al avanzar y no parar, al que uno muere cuando se detiene.
Así, uno
aprende a atravesar una calle pero no a detenerse en ella, a traspasar cuerpos pero
no a pararse a sentirlos.
No sé
qué queremos hacer del mundo (o qué queremos que el mundo haga de nosotros)
cuando hemos construido una forma de vida sacralizando la transición, donde
atraversamos personas y cuerpos y gentes y, especialmente, nadies, sin sentir
el golpe.
En las
rúas, los coches no se detienen y hay nadies que se juegan la vida en arrojarse
ante ellos.
Haber sido siempre gente es haber
asumido como natural el atravesar las calles y (en contra de lo que se
proclama) el traspasar personas.
Las
heridas de la vida no son excusa para abandonar aquello en lo que vale la pena tener fe. Si acaso, lo recuerdan.
Aquí,
los nadie tienen más heridas que piel y siguen entregándose a la vida. Creyendo
en ella.
Aquí,
yo he abandonado mi fe en dejarse marcar por las personas, en adorar las pieles
y las subpieles, y ellos me están enseñando el valor de las marcas.
Los
nadies lo llaman amar, pero las gentes tenemos miedo de hablar de ello.